Pablo Román
José Antonio Hernández Guerrero
Estamos convencidos de que, si soslayamos esos otros rasgos imprescindibles que definen al médico como ciudadano, como miembro de una familia y, sobre todo, como ser humano, nos resultaría imposible trazar su perfil como profesional de la salud. Es sabido que la tarea de un buen médico, además de ser una labor científica, es una actividad social y un ejercicio de intercomunicación personal que están orientados por ideas sobre la salud y la enfermedad, por teorías sobre la vida y la muerte, y por su concepción del dolor y del bienestar, de la alegría y de la tristeza. No debería extrañarnos, por lo tanto, que los médicos sean humanistas ni que compartan sus actividades médicas con otros afanes culturales y literarios.
Fíjense, por ejemplo, en el doctor Pablo Román, quien, además de desarrollar su arduo trabajo como oncólogo radioterapeuta, se entrega a unas tareas tan diferentes como divulgar en los medios de comunicación la medicina, entrenar equipos infantiles de fútbol, además, como es natural, de atender a su familia, a su mujer, Mercedes, y a sus siete hijos. Y es que, efectivamente, “cada uno somos muchos”.
Lo primero que me llama la atención de este médico grandullón es esa risueña caballerosidad que, en un mundo cínico y despiadado, a veces, suele despertar recelos. Me pregunto por qué pone buena cara y por qué nos parece que sonríe con tanta facilidad, a pesar de los agudos problemas que le plantean los enfermos y a pesar de que es consciente de todo lo que está cayendo fuera del hospital. Me sorprende que, en vez de mostrar ese rictus de otros profesionales literalmente aplastados por el peso de sus delicadas tareas, siga esforzándose en convencernos de la importancia que tiene para la salud física y mental mirar la vida con fe, con esperanza e, incluso, con ilusión.
Intuyo que este hombre, que diariamente ve en primera línea el dolor, el miedo y la angustia, y que, confiado, se enfrenta con enfermos de cáncer, debe usar unos fuertes resortes espirituales para mantenerse tranquilo e, incluso, para infundir ánimos a quienes, temblorosos, acuden a su consulta asustados y temiendo lo peor. Tengo la impresión de que su servicio a la salud y la vida está impulsado por profundas convicciones que determinan una interpretación trascendente de la existencia humana y que le impulsan a vivir por los demás.
Cualquiera que contemple de una manera frívola a este hombre inquieto, sensible, claro y emprendedor -que es investigador, profesor y científico con capacidad de gestión- podría decir que busca el aplauso, si no fuera porque lo que él trae entre manos supera cualquier devaneo de vanidad. No tenemos la menor duda de que, en este metro ochenta y cinco de cuerpo, cabe un arsenal de personajes que, orientados por sueños y alentados por esperanzas, tras ejercer con eficacia la prosa de la consulta diaria, llena su existencia con un continuo despliegue de ideas, de proyectos y de actividades solidarias.
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