miércoles, 9 de julio de 2008

Madre Purificación Pérez

Purificación Pérez
José Antonio Hernández Guerrero

A medida en que la madre Purificación Pérez se alejaba de los comentarios exegéticos para leer el Evangelio desde la vida -desde su propia experiencia como mujer y desde la cercanía con los seres que están situados en los márgenes de esta enloquecida corriente hacia el paraíso consumista- su nombre y su imagen han ido cambiando los vanos artificios y alcanzando unos progresivos niveles de transparencia: de madre pasó ser la hermana Purificación, de hermana Purificación, simplemente, a Purificación y, finalmente, a Pura y a la Puri.
En contra de las interpretaciones frívolas, a nuestro juicio, este dilatado recorrido ha sido un imparable acercamiento hacia la médula de su fe en Jesús de Nazaret y una profundización en las raíces de su vocación religiosa de hacer de la vida una sencilla respuesta de gratitud, viviendo la libertad de hijos de Dios, trabajando en la promoción humana, llevando al corazón del mundo la civilización del amor. Su único propósito fue y es llenar su vida y alcanzar su bienestar sirviendo alegremente a los más necesitados.
Pura distribuye su tiempo e invierte su vida en el Madrugador, en la cárcel o en Siloé -la asociación jerezana de ayuda a infectados de VIH/SIDA- con el simple propósito de descubrir los perfiles del rostro Jesús de Nazaret y con la intención explícita de adorarlo en los espacios en los que se hace presente y en los que revela su palabra y su amor. Ella está convencida de que, para interpretar adecuadamente el significado exacto de los mensajes evangélicos, es imprescindible alejarse de los brillos –siempre engañosos- de la sucesivas modas y corrientes teológicas, y situarse en esos espacios alejados de los ruidos mediáticos y propagandísticos.
A mí me llama la atención sus actitudes desenfadada y su sonrisa socarrona. Estoy convencido de que éstas son, efectivamente, las armas dialécticas que Pura utiliza para despojar la vida religiosa de esos disfraces convencionales que ocultan las verdadera sustancia del Evangelio. Por eso, cuando nos habla, por ejemplo, del tiempo -del que ha vivido, del que está viviendo y del que le queda por vivir-, hemos de prestar atención a la expresión picaresca de sus ojos entreabiertos y a los leves pliegues de la comisura de sus labios.
Algunas de sus hermanas piensan que esta actitud desmitificadora se debe a su imaginación, pero yo estoy convencido de que las claves de su amable escepticismo residen en su peculiar manera de leer el Evangelio, en su forma de mirar, de examinar y de digerir la vida distinguiendo lo esencial de lo accidental o, mejor dicho, en su modo de separar los valores auténticos de los envoltorios ilusorios. Y es que, en el fondo más íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es mezclar, con habilidad, una dosis de sentido común y otra de amor.