sábado, 21 de junio de 2008

José Luis Romero Palanco



José Luis Romero Palanco
José Antonio Hernández Guerrero

A mi juicio, una de las fórmulas más seguras para medir la calidad humana de los personajes públicos es evaluar los efectos que les produce el paso -inevitablemente temporal- por las tareas que les encomienda la comunidad a la que sirven y representan. Si examinamos la forma mental en la que se encuentran cuando finalizan sus funciones públicas, podremos distinguir con cierta seguridad el grado de sensatez o de ineptitud que han alcanzado para afrontar lo más importante: su propia vida. Todos advertimos cómo los que carecen de un nivel aceptable de equilibrio psíquico, de coherencia ética o de lucidez mental, cuando finalizan su mandato, suelen disminuir su talla y, a veces, se les desmorona el escaso crédito con el que habían accedido a las poltronas. Los que, por el contrario, asumen el cargo provistos de un suficiente capital de valores humanos, suelen abandonarlo enriquecidos.
A estas conclusiones hemos llegado tras seguir con atención las trayectorias que han recorrido algunos ministros, alcaldes o rectores. Fíjense, por ejemplo, en los delicados trabajos que José Luis Romero Palanco desarrolló antes de acceder al cargo de rector, en los proyectos complejos que emprendió durante su atinado mandato y, sobre todo, en las actividades investigadoras y docentes que ha llevado a cabo a lo largo de estos trece años transcurridos tras su cese.
La coherencia que observamos entre sus palabras, sus actitudes y sus comportamientos constituyen pruebas irrefutables, no sólo de la consistencia de sus convicciones democráticas y de su espíritu universitario, sino también del peso específico de su calidad humana. Este Catedrático de Medicina Legal nos ha demostrado el elevado nivel de su capacidad de trabajo, de su temple, de su rigor científico y de su facilidad para el diálogo y para la colaboración
He comentado con diversos compañeros de diferentes facultades, por ejemplo, aquella pulcritud con la que coordinó las eternas sesiones en la que se elaboraron los Primeros Estatutos de nuestra Universidad, la sobriedad y la eficacia con la que condujo esta compleja institución durante ocho años especialmente intensos y apasionantes. Sin sensacionalismos, este dialéctico por naturaleza y por formación, es un fajador de fuste que le gusta cuestionarse sus propias afirmaciones y que encaja con serenidad las críticas de los detractores y, sobre todo, los elogios de los inevitables aduladores. Intelectualmente libre en el sentido más amplio del término, no experimenta miedo a adelantarse y profundiza, más allá de lo común, en sus ideas sin caer en el ansia de reconocimiento, esa enfermedad profesional muchos de los que ostentan algún tipo de poder. Quizás, por eso, usa su talento en la elección de sus acompañantes y de sus colaboradores.
Vital y audaz, sereno y elegante, contempla los problemas sin que le aumenten las pulsaciones, afronta la vida con serenidad, dosifica con precisión los esfuerzos y disfruta con lentitud de sus momentos de diversión y de ocio.



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