lunes, 7 de julio de 2008

Justo Fajardo


José Antonio Hernández Guerrero

Contemplando las actitudes, los gestos y los comportamientos de este hombre sencillo, activo e inquieto, recibo la impresión de que, quizás condicionado por su nombre, siente el ineludible deber de favorecer el progreso de la justicia en las relaciones sociales y experimenta la necesidad de colaborar en el ajuste entre el progreso humano y el respeto a la naturaleza.
No es extraño, por lo tanto, que aproveche todas las oportunidades que se le presentan, para denunciar las diferencias sociales, laborales, económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las mujeres, y es comprensible que luche denodadamente por identificar esas raíces que, enterradas en los pliegues más profundos de nuestras entrañas, exhiben descaradamente muchos de los personajes que los medios de comunicación nos presentan como ejemplares modelos de identificación.
Justo, desde su adolescencia, ha manifestado una obstinada preocupación por esos factores que determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los comportamientos individuales, familiares y sociales. Por eso, quizás, es tan respetuoso con los símbolos que nos recuerdan y nos explican la grandeza y la nobleza del ser humano, en un mundo en el que, debido a la proliferación de los desajustes entre las convicciones, las palabras y los hechos, a veces recibimos la impresión de que corremos el peligro de naufragar.
Somos muchos los que le agradecemos su afán por traer a la memoria algunos de esos momentos intensos en los que, juntos a pesar de las circunstancias adversas, hemos disfrutado de las cosas buenas y bellas. Efectivamente, querido Justo, también, recuerdo ese estado de ánimo permanente, ese bienestar razonable, inseguro y tenue que, a pesar de las carencias -o quizás gracias a ellas- hemos alcanzado -eso sí- desarrollando unos esfuerzos ímprobos. Tienes razón cuando afirmas que, apoyándonos mutuamente, es posible mantener los equilibrios inestables de la convivencia, prolongar los días huidizos y ahondar los fugaces minutos de nuestra corta existencia.
Te agradecemos -querido amigo- que, sin necesidad de pronunciar largos discursos, nos sigas explicando que la felicidad es una meta suprema y un objetivo irrenunciable que, tenaz y paradójicamente, hemos de perseguir y alcanzar mientras que, ansiosos, recorremos los caminos zigzagueantes de un mundo dislocado y mientras que, fatigados, subimos las empinadas sendas de un universo desarticulado. Ya sé que tú -igual que muchos de nosotros- abrigas la profunda convicción de que algunos tesoros humanos, los más valiosos, no pueden ser devaluados por el desgaste de la rutina, por el deterioro de las enfermedades ni, siquiera, por la decadencia de la senectud. La memoria, efectivamente, sigue siendo una forma de permanencia.