Antonio Sánchez Heredia
José Antonio Hernández Guerrero
Permanentemente atento al estado clínico de cada uno de los enfermos que tiene a su cargo, Antonio está muy pendiente de los misterios íntimos que se esconden detrás de los síntomas patológicos. Él sabe muy bien que, bajo las apariencias corporales, laten unos sentimientos muy hondos y está convencido, además, de que, aunque a simple vista no se perciba, hay un más allá que está muy cerca de nosotros.
Su mirada al mundo desde la UCI le obliga a un ejercicio de lucidez desgarrador porque, cuando contempla a un ser humano que está situado en la sombra inquietante del dolor y del sufrimiento, en la línea imperceptible que separa la vida de la muerte, su visión no puede sostenerse en el vacío sino que ha de buscar un centro, una guía luminosa, que le proporcione algún sentido, sobre todo, en estos tiempos de tribulación en los que, febril y enloquecidamente, voces interesadas o desaprensivas nos empujan desde fuera para que huyamos hacia delante con el riesgo de precipitarnos en la autodestrucción.
“La UCI -nos dice Antonio- es una permanente invitación a la reflexión seria sobre las cuestiones más vitales”. Por eso él, alejado de las ideologías débiles y gelatinosas que absolutizan los vacíos mitos del presente y tratan de ridiculizar a los hombres de esperanza, acude diariamente a este silencioso santuario de la espera con una actitud atenta, dispuesto a escuchar la permanente llamada que le invita a buscar y a explicar el sentido trascendente de la vida y de la muerte, a interpretar el valor de la salud y de la enfermedad, del dolor y del placer, del bien y del mal.
Por eso él ha elegido libremente invertir tiempo en escuchar, informar, tranquilizar, orientar y alentar a los enfermos y a sus familiares; por eso él se ocupa - además de la curación de la enfermedad- de descifrar las resonancias íntimas del sufrimiento y de valorar las vivencias recónditas que el paciente posee de su enfermedad; por eso él administra hábilmente palabras oportunas y frases acertadas, que poseen la virtud de serenar el ánimo, tranquilizar la conciencia, infundir esperanzas, controlar los temores y, en resumen, de estimular las ganas de vivir concentrando esos impulsos irreprimibles de trascender el tiempo de la vida terrena.
Antonio, además de aprovechar las energías físicas que activan el sistema inmunológico y multiplican los anticuerpos, emplea la eficaz terapia de la intercomunicación humana, convirtiendo en lenguaje toda su actuación médica. Y es que, en la hondura de su opción profesional, ética y social, late el testimonio de un modelo -Jesús de Nazaret- que, no sólo proporciona sentido a su trabajo, sino que, además, dignifica, libera y enaltece la vida, haciéndola más humana, más solidaridad, más justa, más plena y más grata. Antonio, con sus palabras cálidas, con sus silencios respetuosos, no acompaña y nos estimula en los momentos más vitales de nuestra existencia.
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