sábado, 21 de junio de 2008

Antonio Cantizano





Antonio Cantizano
José Antonio Hernández Guerrero

Antonio Cantizano es un profesor que disfruta más aprendiendo que enseñando; es un escritor que invierte más tiempo en la lectura que en la escritura; es un comunicador que está más interesado en escuchar que en hablar. Por estas razones, si pretendemos comprender su filosofía vital y sus métodos didácticos, en vez de escuchar sus palabras, hemos de fijarnos, sobre todo, en sus actitudes y en sus comportamientos.
Lo primero que sorprende a sus alumnos y a sus compañeros es la permanente, la esmerada y la generosa atención que presta a las palabras y a las expresiones de los rostros de sus interlocutores. Por eso suelen comentar que, mientras que con algunos profesores se sienten bloqueados, con él, por el contrario, hablan con soltura y, a veces, “dicen más de lo que saben”. Yo estoy convencido de que esa atención es la expresión condensada de su respeto profundo y de su amabilidad contagiosa. Y es que Antonio parte del supuesto de que, si observamos cualquiera de los detalles que configuran la vida de los seres aparentemente insignificantes, descubriremos valiosas y sutiles “perlas” que encierran provechosas lecciones y, en ocasiones, ocultos misterios.
Fíjense, por ejemplo, en el exquisito cuidado con el que cultiva la lectura silenciosa y cómo la aprovecha como fuente de vitalidad, de fantasía y de creatividad. Él está convencido de que, en este turbulento mundo saturado de ruidos y de agitación, necesitamos confortables espacios de silencio e instantes prolongados para la pausa sosegada, para la interiorización personal y para la apertura solidaria. Momentos para respirar hondo y para oxigenar nuestro espíritu: para reflexionar con serenidad sobre nuestros cambios, para meditar lentamente en el imparable correr de nuestros días y para contemplar, asombrados, el espectáculo de la naturaleza: para descifrar los mensajes imponentes del mar, del cielo o de la montaña, o para, simplemente, percibir la voz discreta de un rosa o el imperceptible crecimiento de una brizna de hierba.
¿No es verdad Trini, que los que tenemos la suerte de conversar con él podemos comprobar cómo sus palabras son unos recipientes amplios que, como si fueran cocteleras trasparentes, al pronunciarlas o al escucharlas, él las llena y las vacía permanentemente de diversos significados personales? El valor de las palabras depende, como él afirma, de la huella afectiva que le produce al que las emplea. Hemos de darle la razón porque, como todos sabemos, las múltiples experiencias como hablantes y las diferentes circunstancias que concurren en nuestras vidas, determinan que los objetos, los sucesos y las palabras que a ellos se refieren, se tiñan de colores, adquieran sabores y provoquen resonancias sentimentales que, no lo olvidemos, constituyen el fundamento más profundo de nuestros juicios, de nuestras actitudes y de nuestros comportamientos. Las palabras, sobre todo cuando las escuchamos con atención y con respeto, las vivimos o las malvivimos, nos nutren o nos enferman. Si en este mundo de excesos la forma de ser pausada, serena y controlada nos sirve de contrapunto, la bondad nos alarga la vida.


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