Joaquín Alegría
José Antonio Hernández Guerrero
Aunque es cierto que, para dibujar un perfil ajustado de Joaquín Alegría, es inevitable que nos refiramos al intenso aroma y a la penetrante vibración de su peculiar cante flamenco, y que, al menos, evoquemos la fina y aguda ironía de sus ocurrentes anécdotas, en esta ocasión prefiero esbozar algunos de los rasgos humanos que, quizás, pasen más desapercibidos para los degustadores de nuestro arte popular.
Sabemos que Joaquín es uno de los alumnos aventajados de los maestros de nuestros cantes, y reconocemos que, en sus intervenciones, pone de manifiesto las sabias lecciones que aprendió del magisterio de Enrique “El Mellizo”, del eco limpio de los pregones de Macandé, de la chispa imaginativa de Ignacio Espeleta, de los requiebros de Manolo Vargas, de la maestría de Pepe el de la Matrona, de la voz serena de “El Flecha”, del talento de Chano Lobato, y, sobre todo, de la sobriedad y de la desnudez estilísticas de Aurelio Sellé. Ya hemos comentado, en más de una ocasión, esa gracia delicada, ese fino sentido del humor, con el que reacciona a las penitas que generan la escasez y los trabajos, pero hace tiempo que siento el deseo de esbozar los rasgos humanos -esa palpitación entrañable- de un hombre trabajador, amable y respetuoso que, sencillamente, se ha propuesto vivir de una manera decorosa, modesta y digna junto a su mujer Alejandra, con sus hijos Joaquín, Andrés, Juan Carlos y Ana maría, y con sus dos nietas.
Joaquín me recuerda al Séneca, a aquel personaje televisivo que, inventado por José María Pemán, encarnó Antonio Martelo. Fíjense, no sólo en la claridad con la que habla, sino también en el sentido común con el que formula sus afirmaciones ponderadas y expresa sus sensatos juicios sobre los asuntos cotidianos: sobre el trabajo, la familia, la diversión, el amor o sobre el paso del tiempo. Este gaditano nacido en las callejuelas de San Vicente, es uno de esos seres normales que, a base de privaciones, de trabajo y de sueños, se ha construido como persona y como personaje. Y es que, a mi juicio, ha desarrollado la difícil habilidad de extraer todo el jugo a los episodios de la vida de cada día por muy insignificantes que, a primera vista, aparenten ser: “si sabemos que pronto se esfumarán -nos confiesa-, una palabra amable, una sonrisa complaciente, un día de sol o una conversación distendida nos parecerán regalos inmerecidos”. Por eso le agradecemos su invitación para que nos deleitemos con una simple bocanada de aire puro, con la contemplación de las olas en el Campo del Sur o con la escucha relajada de unas medidas alegrías.
Joaquín es un ser humano, cercano y discreto, que, con su mirada interrogante y con su presencia estoica, nos anima para que, cuando estemos fatigados de trabajar, descansemos conversando, escuchando música o tarareando unos elementales compases de aquellas melodías de nuestra lejana juventud. Si es cierto que, a veces, utilizamos el calificativo de buena persona para enmascarar la falta de otras cualidades, en este caso lo empleamos para destacar la calidad humana de un hombre sencillo y bueno.
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