Encarna García Mendoza
José Antonio Hernández Guerrero
Encarna es, probablemente, la mujer más realista de las que he conocido en toda mi vida. Es posible que usted -si la ha tratado, aunque sea de una manera superficial- haya recibido la profunda impresión de que, quizás por su miopía congénita, tiene sumo cuidado de mirar con atención el suelo sobre el que asienta sus pasos. Observe cómo se detiene examinando con detalle las situaciones por las que atraviesa su vida familiar y su trayectoria profesional.
Fíjese cómo huye de las arenas movedizas de los sucesivos cambios culturales y políticos, cómo desconfía de los credos ideológicos y cómo se ríe -socarronamente- de los dictámenes de las cambiantes modas. Porque, efectivamente, el arma dialéctica que Encarna utiliza para despojar los episodios de su brillos -siempre engañosos- es la ironía. Por eso, si pretendemos interpretar el significado exacto de sus palabras cuando nos habla por ejemplo del tiempo -del que ha vivido, del que está viviendo y del que le queda por vivir-, hemos de fijarnos en la expresión picaresca de sus ojos entreabiertos y en los leves pliegues de la comisura de sus labios.
Algunas de sus amigas piensan que esta actitud desmitificadora se debe a su profesión de historiadora, pero yo estoy convencido de que las claves de su amable escepticismo residen en su peculiar manera de mirar, de examinar y de digerir la vida, en su forma -posiblemente heredada- de distinguir lo esencial de lo accidental o, mejor dicho, en su modo de separar los valores auténticos de los envoltorios ilusorios.
Estoy convencido, sin embargo, de que, en el fondo más íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es mezclando, con habilidad, una dosis de sentido común y otra de cordialidad. Fíjense en la atención que presta a los problemas de los demás y en la habilidad con la que, atenta a la vida práctica de sus hijos y de sus amigas, entiende y atiende a sus asuntos sin turbarse, situándose en su mismo terreno y participando de sus mismas preocupaciones. Ella demuestra con sus actitudes, mejor que con sus palabras, que muchos de los problemas se solucionan por sí solos; otros, con un poco de imaginación, y, los más difíciles, poniendo mucho corazón. Ésta es, a mi juicio, la aportación más valiosa de una vida sencilla, sin pretensiones fantásticas y sin ilusiones vanas. Creo que, cultivando los sentimientos nobles, podemos, no sólo arreglar muchas cosas de este mundo desquiciado, sino también aliviar sufrimientos innecesarios e impedir desgracias evitables.
Encarna hace tiempo que decidió, contra viento y marea, ser libre para vivir plenamente su vida. Tengo la impresión de que, su manera de lograr el cariño, tomando la iniciativa y ofreciendo la comprensión, es la razón de que, más que admiración, provoque entre sus amigos esos sentimientos de afecto y esos lazos de complicidad.
José Antonio Hernández Guerrero
Encarna es, probablemente, la mujer más realista de las que he conocido en toda mi vida. Es posible que usted -si la ha tratado, aunque sea de una manera superficial- haya recibido la profunda impresión de que, quizás por su miopía congénita, tiene sumo cuidado de mirar con atención el suelo sobre el que asienta sus pasos. Observe cómo se detiene examinando con detalle las situaciones por las que atraviesa su vida familiar y su trayectoria profesional.
Fíjese cómo huye de las arenas movedizas de los sucesivos cambios culturales y políticos, cómo desconfía de los credos ideológicos y cómo se ríe -socarronamente- de los dictámenes de las cambiantes modas. Porque, efectivamente, el arma dialéctica que Encarna utiliza para despojar los episodios de su brillos -siempre engañosos- es la ironía. Por eso, si pretendemos interpretar el significado exacto de sus palabras cuando nos habla por ejemplo del tiempo -del que ha vivido, del que está viviendo y del que le queda por vivir-, hemos de fijarnos en la expresión picaresca de sus ojos entreabiertos y en los leves pliegues de la comisura de sus labios.
Algunas de sus amigas piensan que esta actitud desmitificadora se debe a su profesión de historiadora, pero yo estoy convencido de que las claves de su amable escepticismo residen en su peculiar manera de mirar, de examinar y de digerir la vida, en su forma -posiblemente heredada- de distinguir lo esencial de lo accidental o, mejor dicho, en su modo de separar los valores auténticos de los envoltorios ilusorios.
Estoy convencido, sin embargo, de que, en el fondo más íntimo de esa manera tan lúcida, tan desenfadada y tan espontánea de encarar la vida, late su convicción de que la mejor forma de resolver los problemas es mezclando, con habilidad, una dosis de sentido común y otra de cordialidad. Fíjense en la atención que presta a los problemas de los demás y en la habilidad con la que, atenta a la vida práctica de sus hijos y de sus amigas, entiende y atiende a sus asuntos sin turbarse, situándose en su mismo terreno y participando de sus mismas preocupaciones. Ella demuestra con sus actitudes, mejor que con sus palabras, que muchos de los problemas se solucionan por sí solos; otros, con un poco de imaginación, y, los más difíciles, poniendo mucho corazón. Ésta es, a mi juicio, la aportación más valiosa de una vida sencilla, sin pretensiones fantásticas y sin ilusiones vanas. Creo que, cultivando los sentimientos nobles, podemos, no sólo arreglar muchas cosas de este mundo desquiciado, sino también aliviar sufrimientos innecesarios e impedir desgracias evitables.
Encarna hace tiempo que decidió, contra viento y marea, ser libre para vivir plenamente su vida. Tengo la impresión de que, su manera de lograr el cariño, tomando la iniciativa y ofreciendo la comprensión, es la razón de que, más que admiración, provoque entre sus amigos esos sentimientos de afecto y esos lazos de complicidad.
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