sábado, 1 de noviembre de 2008

Juan de la Fuente Santos

Juan de la Fuente Santos
José Antonio Hernández Guerrero

Para la mayoría de sus compañeros, Juan de la Fuente es, simplemente, un intelectual. Y es que ellos se fijan, sobre todo, en su manera intensa de disfrutar con las ideas y con las palabras. Me dicen que ponga atención a su rostro complacido cuando descubre el significado profundo de esos escritos clásicos que, para muchos de nosotros, son enigmáticos, y me aconsejan que contemple la expresión alegre con la que interpreta el sentido íntimo de esos episodios cotidianos que a los demás nos parecen anodinos. Es cierto que, también, su satisfacción es contagiosa cuando nos cuenta sus hallazgos lingüísticos y, sobre todo, cuando traduce y actualiza las obras clásicas: efectivamente, Juan es un lector minucioso y un crítico riguroso que penetra hasta el fondo de los textos complejos para desentrañar los mensajes que, renovados, aún nos proporcionan sustancias vitales. Por si te interesa continuar
Estamos de acuerdo en que Juan es un investigador científico, que está dotado de una singular capacidad analítica y de una sorprendente habilidad de penetración, también en que es un pensador y un estudioso capaz de captar los secretos íntimos que los textos guardan en sus misteriosas entrañas; incluso es probable que esa indisimulada cautela que a veces manifiesta, se deba al caudal de erudición que almacena y, sobre todo, al compromiso ético que ha contraído con su profesión.
Algunos de sus alumnos me han comentado cómo sus análisis les han ayudado no sólo a desentrañar los misterios y a descubrir los mundos imaginarios encerrados en los textos clásicos, sino también a orientar sus miradas hacia esos horizontes humanos que trascienden y contradicen nuestro mundo real, a veces, desquiciado. Otros celebran, sobre todo, su habilidad para explicar con amenidad y con sencillez las áridas cuestiones de la gramática latina. Es posible que él esté convencido de que, igual que los grandes maestros, la conversación constituye uno de los canales más fluidos para la reflexión, para el debate y para la enseñanza. Él parte del supuesto de que el diálogo relajado y cordial es el procedimiento más eficaz para el acercamiento a la verdad y para la transmisión de conocimientos.
Les confieso que a mí, todavía más que su exquisita sensibilidad para administrar su inaudita riqueza de registros y su agudeza de ingenio en el uso de los diferentes recursos de humor, me llama la atención su calidad humana reflejada en el respeto y en la delicadeza con que nos trata a todos. Ya sé que su ironía es un recurso hermenéutico que usa con la finalidad de descifrar, de comprender y de captar el sentido de las actitudes y de los comportamientos humanos, pero prefiero resaltar la altura de su talla reflejada en un optimismo esperanzado, en una probada honestidad, en una sencillez sin fingimiento, en una amabilidad sin ficción y en una capacidad de entrega a su trabajo, a su tierra y, sobre todo, a su familia.

domingo, 12 de octubre de 2008

José Manuel Gozález Infante



José Manuel González Infante



Hombre agudo, sensible y esperanzado, conoce las diferencias que separan el bienestar animal y la felicidad humana

José Antonio Hernández Guerrero

La profunda convicción de que los seres humanos somos algo más que un organismo bioquímico y la certeza de que nuestro crecimiento, nuestro bienestar y nuestras tareas vitales trascienden los estrechos límites de la homeostasis -la adaptación a los cambios de medio ambiente- constituyen, a mi juicio, las claves iniciales que explican aquella temprana decisión que adoptó José Manuel González Infante para especializarse en Psiquiatría.
Hombre agudo, sensible y esperanzado, conoce las diferencias que separan el bienestar animal y la felicidad humana, reconoce la relación directa que existe entre la salud del cuerpo y los trastornos mentales, y es plenamente consciente de las distancias que se abren entre el dolor físico y el sufrimiento humano. Es comprensible, por lo tanto, que decidiera entregar su tiempo y sus energías a la asistencia, a la investigación y a la docencia de esta disciplina tan compleja que, como es sabido, ha alcanzado en los momentos actuales un alto nivel de complejidad.
No es extraño, por lo tanto, que todas sus acciones terapéuticas estén explícitamente orientadas y estimuladas por la firme voluntad de servir al hombre completo, al ser humano cuyos apetitos, aspiraciones, temores y afanes sobrepasan las exigencias del metabolismo animal. Éstas son las razones por las que él concibe y practica la Medicina como un conocimiento científico que, además de servirse de los instrumentos farmacológicos, tiene en cuenta los factores psicológicos, socio/culturales, históricos y antropológicos.
El profesor González Infante, Catedrático de nuestra Facultad de Medicina, es un apasionado investigador del hombre: de la mente y del cuerpo. Conocedor de la Anatomía, de la Biología y de la Psicología humanas, es un pensador y un crítico que disfruta analizando y relacionando ideas, es un científico dotado de una penetración intelectual desafiante, un luchador de la vida, un cultivador de la amistad, un hombre esencialmente moderado y conciliador, un testigo atento y un estudioso tenaz de nuestra historia y, en su ámbito profesional, un actor comprometido.
Siguiendo la senda de la discreción, nos proporciona unas evidentes muestras de su paciencia, una virtud, que según él, ha aprendido con los años, tras llegar a la conclusión de que cada día trae problemas nuevos y soluciones diferentes. José Manuel es un hombre minucioso y detallista que está dotado de un exquisito tacto y de una delicada sensibilidad; posee, sobre todo, un estricto sentido de la realidad y una sorprendente capacidad para modular sus intervenciones. Estamos de acuerdo con él en que las verdaderas batallas de la vida humana se libran dentro de uno mismo: es allí donde podemos encontrar las armas para dominar el miedo, la tristeza, la ansiedad y la angustia.



Ana Fernández Trujillo



Ana Fernández-Trujillo Jordán

Su mirada tierna constituye una verdadera terapia personal para curar las dolencias de un mundo devorado por las prisas
José Antonio Hernández Guerrero

La vida de Anita se concentra, se expresa y se transmite, toda ella, a través de su intensa mirada. Con sus ojos castaños, siempre alertas, no sólo nos cuenta con detalles el fecundo y apasionante trayecto que, en compañía de su marido Carlos, ha recorrido, sino que también nos explica su peculiar manera de nutrir su presente paladeando con fruición –y a veces con nostalgia- los jugos nutritivos de esas experiencias compartidas y repartidas. Su mirada limpia constituye el resplandor directo y expansivo de una luz interior, el reflejo de un alma sencilla que disfruta cuando saborea la vida.
En las dilatadas conversaciones con sus hijos, desde la nueva perspectiva actual, ella reedita unas anécdotas familiares que, en otro tiempo y desde una situación diferente, le suscitaron observaciones curiosas, asombros infantiles, turbaciones incomprensibles o sonrisas ingenuas. A mí me llama la atención la delicadeza y el tacto con los que, gracias a su amable mirada, es capaz de estimular sueños y sondear presentimientos. Con su voz, siempre controlada, nos sumerge en otra atmósfera y nos hace recordar, repasar, repensar, reconocer, redescubrir y revivir episodios familiares. Anita está convencida de que el momento presente es la ocasión decisiva para recuperar, para aprovechar y para disfrutar de todos esos otros momentos que constituyen su pasado -ya suavizado por el tamiz del recuerdo- y para afrontar su futuro encendido por el fuego de las ilusiones de sus hijos y de sus nietos. Ésta es, sin duda alguna, la mejor oportunidad para seguir su ruta emprendiendo unos nuevos derroteros.
En mi opinión, el mensaje más claro y más directo que Anita nos transmite con su mirada es que la ternura constituye una verdadera terapia personal para curar las dolencias de un mundo devorado por las prisas, por las brusquedades y por el atolondramiento.
Esta mirada tierna nos descubre el sentido de la vida porque, según ella, no son necesarias las grandes palabras, las elevadas metas ni los horizontes maravillosos, sino que son suficientes los paisajes cercanos, los momentos cotidianos y los pequeños pasos que damos para movernos por nuestra propia existencia sabiendo encajar las dificultades y los contratiempos, prestando atención a las personas que nos rodean. Para extraer lo mejor de la vida y mantener el aliento, incluso, en los desalientos y, sobre todo, para sentirse bien consigo misma, sólo es necesaria esa alegría sencilla que, paradójicamente, en la vida real es, a veces, compatible con los golpes del dolor e, incluso, con los crujidos de la tristeza.






María Luisa Niebla



La lectura constituye para ella una práctica terapéutica que le ayuda a reconciliarse consigo misma.
José Antonio Hernández Guerrero
Los que lean la afirmación que tantas veces he repetido que María Luisa es una excelente lectora, juzgarán con razón que me he limitado a proclamar una solemne obviedad ya que sus familiares, sus vecinos, sus colegas, sus alumnos y sus amigos conocen su afición -su obsesión dicen algunos- por leer y por releer los textos de los diferentes géneros literarios. Abrigo, sin embargo, la íntima confianza de que serán muchos los que hayan advertido que, con esta descripción tan simplificadora, me estoy refiriendo a un conjunto amplio de cualidades que definen su perfil intelectual y a una serie de actitudes que dibujan su imagen humana.
Tengo la impresión de que esa devoción por descifrar los mensajes de los textos escritos sobre el papel, sobre el paisaje y, en especial, sobre los rostros de todas las personas a las que ella trata, es su forma peculiar de añadirles profundidad y misterio; es su manera de interpretar los acontecimientos y de sacar un mayor partido a la vida; es su medio de ensanchar y de multiplicar la existencia. Ahí reside, a mi juicio, la clave de su habilidad para comprender y para explicar los episodios cotidianos, y su destreza para estimularnos a experimentar otras cosas, a animarnos para que mejoremos como seres humanos ampliando nuestros espacios de libertad y explorando todos los recovecos de la vida: del amor, del miedo, de la infancia, de la amistad, de la enfermedad, de la muerte o del placer. No es extraño, por lo tanto, que en ocasiones le hayamos escuchado afirmar que la lectura constituye para ella una práctica terapéutica que le ayuda a reconciliarse consigo misma: por eso –afirma- nos empuja, amigablemente, a que luchemos para no ser presas prematuras de una muerte inevitable.
A los compañeros que, admirados, me han preguntado por los resortes que esta mujer sensible, fuerte, ponderada, discreta y sobria, utiliza para conservar su contenida lucidez en los momentos de dolor o de alegría, me he atrevido a aventurar que, posiblemente, su hábito de lectura le ayuda a sentir la realidad actual y a desentrañar su misterio interno. Este hábito -además, por supuesto, del fervor que profesa por su marido José Manuel, por sus hijos Ana e Isidro, y por todos sus alumnos- es, a mi juicio, uno de los soportes en los que ella se apoya para, en vez de limitarse simplemente a transitar por la vida, examinarla detenidamente, saborearla, digerirla y vivirla.
La lectura constituye para Luisa, efectivamente, una ventana privilegiada para descubrir nuevos mundos, para relacionarse con personas insólitas con las que, unas veces se identifica o con las que otras veces, por el contrario, discrepa.






José Arana


José Arana
Un hombre sobrio que, con su sencillez, refleja el ideal de una vida humana plena en el sentido más hondo y completo de esta palabra
José Antonio Hernández Guerrero

Pepe es un hombre que se ha tomado la vida serio. Enemigo de las estridencias, de las frivolidades y de la palabrería, contempla, analiza y vive la vida desde la proximidad microscópica que le proporciona su compromiso social y desde la distancia telescópica que le confiere su condición de intelectual. Consciente de su situación privilegiada por el hecho de haber estudiado, administra sus reflexiones –escuetas, agudas y valientes- que están apoyadas en las experiencias compartidas con sus gentes, e iluminadas por los principios éticos de la libertad, de la solidaridad, del respeto y del amor por los más desfavorecidos.
He observado con atención cómo, en su trayecto ascendente hacia la madurez, ha ido cambiando progresivamente su situación en la cancha de juego: desde su inicial puesto de interior derecha que marcaba goles o proporcionaba balones para que otros jugadores ubicados más en punta los marcaran, gracias a su excelente técnica y a su visión de juego, pasó a cumplir, después, la función de mediocentro distribuidor. Finalmente se ha asentado en el centro de la defensa desde donde despeja balones con contundencia y sale con el balón jugado dándonos pruebas de su tino para iniciar los contraataques hacia la portería de las desigualdades.
Si, a veces, nos sorprende por su sobriedad, por su naturalidad y por la discreción de su imagen, su discurso nos llama la atención por su claridad, por su oportunidad, por su realismo, por su valentía e, incluso, por la ironía con la que despoja los episodios de unos brillos que siempre son engañosos. Por eso, si pretendemos interpretar el significado exacto de sus palabras cuando nos habla, por ejemplo, del tiempo -del que ha vivido, del que está viviendo y del que le queda por vivir-, hemos de fijarnos en la expresión picaresca de sus ojos entreabiertos.
Su figura es para nosotros la representación gráfica de lo sencillo que resulta a la gente de buena voluntad explicar con hechos las sendas que llevan a la construcción de un mundo más habitable. Con su densa manera de estar callado y, sobre todo, con sus elocuentes comportamientos ciudadanos, logra una eficacia que difícilmente alcanzan las deslumbrantes campañas publicitarias: refleja el ideal de una vida humana plena en el sentido más hondo y más completo de esta palabra. Sus gestos constituyen una respuesta directa, práctica y sin dramatismo a los interrogantes fundamentales de la existencia humana y una alternativa válida a esta vida de agitación, hastiada de tanto ruido vacío y de tanta vanidad ensordecedora.
Con su trabajo y con su preocupación por los marginados, nos ha desmontado la convicción interesada, errónea y mendaz de que, para elevar el nivel moral de los seres humanos y para favorecer la solidaridad social, es necesario encaramarse en las instituciones que ostentan los poderes políticos, intelectuales, económicos o religiosos. Los taburetes, las sedes, las cátedras, los púlpitos, las poltronas o los tronos distancian físicamente y alejan moralmente; enfrían la mente y secan el corazón.



Elena Mourier


Elena Mourier

Mujer de raza, inalterable y solícita, ha sido una pieza fundamental en el engranaje de nuestra Universidad
José Antonio Hernández Guerrero

Hace ya muchos años que doña Elena, con sus actitudes serias, con sus comportamientos rigurosos y con sus eficaces gestiones, ha constituido un argumento contundente para demostrar -a esos reticentes que aún siguen anclados en los prejuicios de un hosco machismo- la supremacía de las mujeres que, bien preparadas, son capaces de llevar a cabo algunos trabajos de administración reservados, en ocasiones, a los varones. Durante la infancia, adolescencia y juventud de nuestra Universidad Gaditana, en aquellos momentos de precariedad de personal y de ausencia de instrumentos informáticos, esta mujer culta, atenta, observadora, de palabra fácil y de escritura sobria, ha servido de manera fiel al progresivo desarrollo de nuestra comunidad universitaria.
Con su seriedad, con su rigor y con su eficacia ha liderado a un equipo de administrativos sin cuyos trabajos hubiera resultado imposible la marcha y el crecimiento de esta institución tan compleja. A lo largo de su dilatada trayectoria laboral, nos ha revelado las amplias dimensiones de su espíritu noble y franco, y con su lenguaje diáfano y directo, incompatible con las ambigüedades y con los circunloquios, nos ha transmitido uno mensajes saludables de bien hacer y de bien estar.
Mujer de raza, inalterable y solícita, ha sido una pieza fundamental en el engranaje administrativo de esa casa de la ciencia y de las letras. Contemplada desde nuestra óptica personal, nos ha llamado poderosamente la atención su modestia, su laboriosidad y su valentía, en contraste con la petulancia, con la indolencia y con la debilidad de algunos otros que -engreídos- a veces se aprovechan de la vanidad y de la ignorancia que los aduladores que los rodean.
Es posible que muchos de sus compañeros ignoren su inagotable capacidad para disfrutar y para hacer disfrutar a los suyos; su notable destreza para soñar y para hacer soñar con ese tiempo nuevo que, en compañía de Juan Antonio, su marido todavía le resta por vivir. Estoy convencido de que le sobran fuerzas y espíritu para seguir remando a lo largo de esa travesía que los dos, junto a sus hijos y a sus nietos, aún han de surcar.
Es posible que, en ocasiones, esta mujer inquieta y emprendedora, con su mirada limpia y directa -con esos ojos que son pozos profundos de experiencias y fuentes generosas de vitalidad- nos haya producido una impresión de cierta altivez, pero a los que la hemos tratado más de cerca, nos resulta un ser paciente, amable y tierno que siembra el amor y que cultiva la amistad. Estoy firmemente convencido de que, para interpretar y para valorar sus contenidos vitales y su trayectoria profesional, es necesario que examinemos con atención el itinerario -denso y dilatado- de esta mujer fuerte e independiente y, sobre todo, que apliquemos las claves humanas que le proporcionan sentido.

Balbino Reguera




Perfil: Balbino Reguera Díaz

Dotado de una notable paciencia humana y de una impaciencia evangélica, acompaña a sus feligreses por los caminos que conducen hacia la madurez humana y hacia la búsqueda de valores trascendentes

José Antonio Hernández Guerrero

Balbino Reguera Díaz, sacerdote, párroco, arcipreste, canónigo y delegado episcopal del clero, es, sobre todo, un hombre sencillo, detallista, responsable y eficaz que emplea su tiempo –todo su tiempo- en servir a los fieles y en acompañar a sus hermanos, los sacerdotes. La corpulencia física de este vallense nos revela las amplias dimensiones de su espíritu noble, y su fortaleza corporal es la expresión transparente de la consistencia de su confianza en las palabras de Jesús de Nazaret. Realista, reflexivo y coherente, el padre Balbino está dotado de una inteligencia práctica y de unos sentimientos nobles que le han dictado el rumbo de su andadura personal y de su trayectoria pastoral: su entrega generosa a la Iglesia y su amor sin fingimientos a los feligreses.
A mí me llama la atención, sobre todo, su habilidad para huir, tanto de la blandura condescendiente como de la intolerante rigidez. Por eso, quizás, no ha sucumbido a la obsesión de estar a la última moda ni de dejarse impresionar excesivamente por los alardes de una modernidad efectista en la que viven algunos de sus compañeros.
Dotado de una notable paciencia humana y de una impaciencia evangélica, con sus actitudes, más que con sus discursos, nos explica que su tarea sacerdotal consiste en acompañar a sus conciudadanos por los caminos convergentes que conducen hacia la madurez humana y hacia la búsqueda de los valores trascendentes. Las fidelidades de este hombre franco, claro y directo, enemigo de las ambigüedades y de los circunloquios, nos han estimulado para que, unidos y reunidos, construyamos la ciudad terrena implantando la libertad, el amor y la comunión fraterna. Amante de la vida buena y de la buena vida, nos cuenta los ecos entrañables que, en el fondo de su espíritu, despiertan los mensajes de Jesús de Nazaret. Balbino sirve al Evangelio con una fidelidad original, en estrecha relación con el Obispo -en comunión afectiva y efectiva con los sacerdotes que integran el presbiterio diocesano- .
Sin petulancia y sin teatralidad -aunque, a veces se le escapa cierto desdén por los teóricos errantes que se dejan llevar por la publicidad y por frívolos incapaces de reprimir el apetito desordenado de ser otros- nos proporciona argumentos que sus evidencian una insobornable personalidad humana y una conciencia ética y evangélica que le impiden hacer trampas, vulnerar los principios y transgredir las normas.
Balbino contempla el mundo que le rodea -cada uno de los elementos de la naturaleza y cada uno de los miembros de la sociedad- con la limpia ingenuidad y con la candorosa lucidez del niño que descubre los misterios de las cosas elementales. Con sus ojos abiertos y con sus oídos atentos, penetra en la vida práctica, atiende los asuntos sin turbarse y entiende a sus convecinos a los que trata siempre situándose en su mismo terreno y participando de sus mismas preocupaciones.