Luis Valverde
José Antonio Hernández Guerrero
Todos sabemos, por propia experiencia, que nuestros proyectos vitales están inducidos por los modelos de identificación personales. Este hecho, convertido en un principio indiscutible de la pedagogía de todos los tiempos, encuentra su plena realización en la figura ejemplar del Catedrático de Historia de la Literatura, Luis Valverde.
Este gaditano es un hombre serio y sobrio, un ciudadano respetable, un profesor riguroso, un compañero servicial, un esposo fiel, un padre dialogante y, en la actualidad, un abuelo cariñoso. Pero, en esta ocasión, prefiero destacar sus extraordinarias dotes como maestro de literatura. Sus alumnos coinciden en afirmar que, en sus clases, más que datos sobre autores y sobre obras, se han sentido contagiados por el respeto, por el amor y por el entusiasmo con el que él lee los textos literarios. Todos insisten en que, gracias a los estímulos que recibían de sus actitudes ante las obras literarias, han logrado disfrutar, deleitarse y gozar con la literatura. Y es que, como en alguna ocasión le hemos escuchado decir él, la función del profesor de literatura consiste, sobre todo, en educar el gusto, en formar el paladar para que los lectores sean capaces de saborear los placeres estéticos.
Nosotros, que estamos de acuerdo en que la única manera de desarrollar esa tarea –importante, delicada y difícil- es mediante la “inoculación” del la pasión por la belleza, pensamos que, para lograrlo, es indispensable que el profesor esté en posesión de una exquisita sensibilidad literaria, esa compleja facultad integradora que abarca la finura sensorial, la delicadeza sentimental y la agudeza reflexiva, las tres dimensiones diferentes de la belleza. Por eso no exageramos cuando afirmamos que enseñar literatura es, simplemente, enseñar a leer.
Pero hemos de advertir que este objetivo sólo se los pueden proponer y, en la medida de lo posible, alcanzar, los profesores que, como Luis Valverde, además de concebir y de vivir la literatura como una celebración de la vida y como la forma de nombrar el mundo para conocerlo mejor, están atentos para captar el resplandor de las palabras y para descubrir sus significados íntimos.
No sólo sus alumnos, sino también los colegas que lo han tratado, conocen cómo este hombre -miope y, por lo tanto, místico e investigador de los misterios- es un observador sistemático de la vida cotidiana. Sí; sus ojos dirigidos al interior de su propio espíritu y a las entrañas de los episodios aparentemente más anodinos, su atención indagadora de los sentidos de las palabras, su permanente esfuerzo por conectar con los intereses de los alumnos y la precisión con la que selecciona las palabras para explicar los significados más nobles de los textos constituyen los rasgos que dibujan el perfil de este maestro de la literatura.
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