sábado, 21 de junio de 2008

Juan Benítez




Juan Benítez está convencido de que la fe se proclama, sobre todo, mediante la entrega a los abandonados y a los que esta sociedad opulenta y competitiva ha excluido.

José Antonio Hernández Guerrero

Hemos de reconocer que, aunque, a lo largo de la historia milenaria del cristianismo y a lo ancho de su extensión universal, los seguidores de Jesús han hecho diferentes lecturas de sus mensajes, los que pretendan ser fieles a la esencia y a los valores del Evangelio deberían esforzarse por interpretar correctamente sus principios esenciales.
En cada época y en cada situación, impulsados por la voluntad de reproducir aquellos sorprendentes dichos y hechos, los creyentes han puesto un especial énfasis en aquellos pasajes evangélicos que mejor respondían a los problemas más graves e importantes, según su propia sensibilidad y de acuerdo con las necesidades de los destinatarios, pero hemos de convenir que esta selección sólo es válida cuando no se manipulan los sentidos ni se alteran las jerarquías de los valores más auténticos, de esos rasgos ineludibles que constituyen la médula original del mensaje cristiano.
Esta reflexión ha sido el primer resultado de la conversación que acabo de mantener con Juan Benítez, uno de los colaboradores directos de Alfonso Castro en las diferentes tareas de contar y de explicar, con sus vidas sencillas, el papel que los creyentes han de ejercer en esta sociedad. Hombre reflexivo, esperanzado, amable y crítico, contempla los gestos de Jesús y escucha sus palabras con idéntica naturalidad con las que los contemplaron y las escucharon sus discípulos más directos. Él cree firmemente que, para descubrir el rostro de Jesús, es imprescindible acercarse física, respetuosa y cordialmente a los marginados, y está convencido de que la fe se proclama, sobre todo, mediante la entrega a los abandonados y a los que esta sociedad opulenta y competitiva ha excluido.
No es extraño, por lo tanto, que además de preguntarse continuamente en qué cree y por qué cree, desconfíe de los ritos vacíos, del proselitismo interesado y de la publicidad con la que, a veces, otros pretenden comprar voluntades; por eso él cultiva con esmero el lenguaje de la discreción y de la verdad desnuda de los hechos que dan sentido y estabilidad a su vida.
Su dedicación amistosa, que huye de los impulsos románticos, constituye una invitación para que ampliemos nuestro horizontes de sentido: son unos aldabonazos, unas llamadas a la solidaridad, al servicio gratuito y gratificante. Su testimonio elocuente nos confirma que los contenidos de la fe no se entienden si no percibimos, hacemos y padecemos la realidad de la vida. Esta actitud audaz y este comportamiento valiente son los que, a mi juicio, le permiten sentirse en paz consigo mismo y con los demás. No olvidemos que la grandeza de los hombres y de las mujeres no depende de sus triunfos, de sus ganancias, de sus fuerzas físicas, de sus poderes políticos, ni siquiera del dominio intelectual, sino de la savia interna que nutre las raíces de su identidad y de la sustancia espiritual que unifica a la persona y le confiere dignidad.

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