Ernesto Caldelas Lobo
José Antonio Hernández Guerrero
Ernesto es una persona seria y alegre, afectuosa y formal. Si prestamos atención a la transparencia de su rostro despejado, descubrimos una permanente sonrisa gozosa o una indisimulada alegría sonriente que él proyecta sobre la superficie de su vida y sobre las personas que con él conviven. Su seriedad, su alegría, su cordialidad y su formalidad nacen de las entrañas de su vida, del fondo de sus convicciones, y se alimentan con el esfuerzo continuo que desarrolla por dotar de sentido todos sus comportamientos individuales, familiares, profesionales y sociales, intentando hacer compatibles su experiencias humanas y sus vivencias de la fe. Envuelve todas sus proyectos en una confesada preocupación evangélica como instrumento de asimilación humanizadota y, también, como una fuente de descanso y de libertad interior.
Su mirada tierna y acogedora, volcada sobre el exterior y sobre el interior, ilumina las menudas preocupaciones de la vida y nos demuestra cómo, a través de los ojos, descubrimos las fibras íntimas enraizadas en el fondo del corazón. Sus actitudes nos demuestran que “creer” (credere) tiene mucho que ver con “re - cor dare”: dar el corazón, entregarse y encontrar ahí la felicidad profunda del ser humano. Ahí reside, a mi juicio, su destreza para “bendecir”, sus energías para bien decir y para explicarse, para comunicar su pensamiento y, sobre todo, para acoger a los demás.
Las veces que, como todos los humanos, ha atravesado las sendas del dolor, ha mantenido su frente amplia y su expresión abierta llena de paz. La entereza e, incluso, la lucidez reflexiva hunden sus raíces en esa facilidad que posee para vivir armoniosamente una relación sana consigo mismo, con los otros y con las cosas, en esa destreza con la que trata las realidades físicas, las psíquicas y las espirituales, en esa habilidad con la que, agradecido, revive su tiempo pasado; en esa facilidad con la que, gozoso, aprovecha su presente e, ilusionado, proyecta su futuro.
Tras observar con atención su trayectoria, he llegado a la conclusión de que esa inclinación a contemplar la vida –la suya y la de los demás- y esa devoción por identificar los valores –las cosas buenas, dice él- es el resultado del esfuerzo continuado, que algunos de sus “formadores” le inculcaron en su adolescencia con el fin de que se abriera a la vida con los cinco sentidos y que se propusiera la meta de considerar la existencia humana como un soporte de valores incondicionados.
Ernesto es una persona buena –demasiado buena dicen algunos de sus amigos- que se detiene a mirar, a observar, a contemplar y a analizar los episodios –buenos o malos- sin caer en la tentación de culpabilizarse a sí mismo y, sobre todo, sin emprender una guerra con los demás.
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