Ana Fernández-Trujillo Jordán
Su mirada tierna constituye una verdadera terapia personal para curar las dolencias de un mundo devorado por las prisas
José Antonio Hernández Guerrero
La vida de Anita se concentra, se expresa y se transmite, toda ella, a través de su intensa mirada. Con sus ojos castaños, siempre alertas, no sólo nos cuenta con detalles el fecundo y apasionante trayecto que, en compañía de su marido Carlos, ha recorrido, sino que también nos explica su peculiar manera de nutrir su presente paladeando con fruición –y a veces con nostalgia- los jugos nutritivos de esas experiencias compartidas y repartidas. Su mirada limpia constituye el resplandor directo y expansivo de una luz interior, el reflejo de un alma sencilla que disfruta cuando saborea la vida.
En las dilatadas conversaciones con sus hijos, desde la nueva perspectiva actual, ella reedita unas anécdotas familiares que, en otro tiempo y desde una situación diferente, le suscitaron observaciones curiosas, asombros infantiles, turbaciones incomprensibles o sonrisas ingenuas. A mí me llama la atención la delicadeza y el tacto con los que, gracias a su amable mirada, es capaz de estimular sueños y sondear presentimientos. Con su voz, siempre controlada, nos sumerge en otra atmósfera y nos hace recordar, repasar, repensar, reconocer, redescubrir y revivir episodios familiares. Anita está convencida de que el momento presente es la ocasión decisiva para recuperar, para aprovechar y para disfrutar de todos esos otros momentos que constituyen su pasado -ya suavizado por el tamiz del recuerdo- y para afrontar su futuro encendido por el fuego de las ilusiones de sus hijos y de sus nietos. Ésta es, sin duda alguna, la mejor oportunidad para seguir su ruta emprendiendo unos nuevos derroteros.
En mi opinión, el mensaje más claro y más directo que Anita nos transmite con su mirada es que la ternura constituye una verdadera terapia personal para curar las dolencias de un mundo devorado por las prisas, por las brusquedades y por el atolondramiento.
Esta mirada tierna nos descubre el sentido de la vida porque, según ella, no son necesarias las grandes palabras, las elevadas metas ni los horizontes maravillosos, sino que son suficientes los paisajes cercanos, los momentos cotidianos y los pequeños pasos que damos para movernos por nuestra propia existencia sabiendo encajar las dificultades y los contratiempos, prestando atención a las personas que nos rodean. Para extraer lo mejor de la vida y mantener el aliento, incluso, en los desalientos y, sobre todo, para sentirse bien consigo misma, sólo es necesaria esa alegría sencilla que, paradójicamente, en la vida real es, a veces, compatible con los golpes del dolor e, incluso, con los crujidos de la tristeza.
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